jueves, 25 de diciembre de 2014

CIERRA LOS OJOS

En la novela Todo el mundo odia a Yoko Ono, su autor, Andrés Barrero, describe una  “tranquilidad como si se tratase de un cuadro de Edward Hopper, una de esas estampas en las que todo parece apacible pero existe una indefinible sensación de que algo sórdido ocurre sin que se sepa muy bien qué”. Una imagen de una normalidad cotidiana que podría ocultar en sus entrañas una maldad o una tragedia que no acaban de mostrarse, o tal vez la violenta y fatal rotundidad de lo anodino. Los cuadros de Hopper siempre nos abandonan a la duda, incluso a una incómoda ansiedad, como invitados mudos de una escena en la que se nos permite mirar en silencio pero no intervenir. La ropa de los protagonistas, la simplicidad de las habitaciones de hotel, la luz mortecina que domina la noche de una solitaria cafetería, muestran una soledad que nos afecta, aunque los códigos estéticos y ambientales hayan cambiado desde hace décadas. Mientras que aquella soledad hopperiana, poblada de rostros huidizos, aparecía silenciosa y austera con una sobrecarga de equívoca realidad, hoy habría que recurrir al ruido, al exceso desbordante, al espectáculo, a la inefable semiótica de grafitis dominados por una geometría de afiladas aristas y grosero gigantismo facial, al reluciente y aséptico barroquismo de aeropuerto o de centro comercial, a la embarrada carpa sembrada de miles de zapatos que no distinguen entre clases sociales, al movimiento celular de una autopista o a los restaurantes de comida rápida diseñados para cerebros infantilizados, para mostrar el lado más oscuro y solitario de nuestra sociedad.   

Lo paradójico es que Hopper pintó aquellos cuadros melancólicos en épocas de prosperidad, mientras que hoy, en la crisis moral y política más profunda de décadas, la soledad se pierde obscenamente en un reinado de inservibles vehemencias sin margen para la vacilación. Richard P. Feynman nos enseñó que no existe autoridad que pueda decidir qué idea es buena y por tanto no necesitamos a ninguna que nos la muestre; pero hoy asumimos con una temible facilidad vivir rodeados de poderes, siempre tan semejantes como ordinariamente anónimos pese a sus costosas campañas de marketing y encumbradas tribunas, que nos obligan a una realidad plana, lineal, constreñida, ausente de cualquier rastro de ambigüedad o matiz.

Por desgracia hoy el contexto vence a la perspectiva, porque la duda pública sustantiva ha desaparecido, no está de moda, no tiene cabida en los miles de contenidos que se vuelcan diariamente en televisión, radio o internet. Aunque tenemos a nuestro alcance una información colosal que hubiera hecho enrojecer de envidia a nuestros antepasados, la cruel realidad es que seguimos siendo torpes para diagnosticar y resolver problemas sencillos de la vida cotidiana. El maestro Feynman escribió que dudar es de gran valor para poder pensar en términos de progreso, porque sin dudas o incluso sin ignorancia no se formularían preguntas y por tanto no existirían ideas nuevas, y sin estas nunca sabríamos qué es lo realmente verdadero, conformándonos con una realidad escasamente complaciente con nuestra libertad. Hay que dudar para existir, confundir para pensar, negar para construir, atreverse para descubrir, disentir para crear, distanciarse para ver e imaginar para ser feliz. O como escribe con implacable belleza Andrés Barrero, “reía tanto como lloraba, hablaba tanto como callaba y miraba tanto como cerraba los ojos”.

Autor: Algón Editores


jueves, 18 de diciembre de 2014

MONOSÍLABOS, DRAGONES Y NAVIDADES

Si, si, los rumores eran ciertos, vuelve este blog por navidad. Y con muchas ganas de estar de nuevo con vosotros cada semana desde este humilde zaguán para la reflexión. Y acompañado, nada más y nada menos, que de una impactante novedad editorial. Una colección de quimeras que emprende su andadura con el relato de la antigua China del origen de los tiempos. Un libro para renovar nuestra complicidad con los lectores, con la fuerza desbordante de las ilustraciones únicas de Miguel Carini, que golpean con su formidable discurso estético nuestra conciencia y educan nuestro paladar con su inagotable belleza. Pero, podrían preguntarse, por qué bucear ahora en las quimeras del más remoto pasado.  

No hay mejor respuesta que aquella que escribió el poeta Langston Hughes, “creer en ninguna otra cosa que los libros, el asombroso mundo de los libros, donde la gente sufra en bello lenguaje, y no en monosílabos…”. Por eso este proyecto poblado de quimeras. Porque estamos saturados de verdades absolutas en esta era monocromática, ruidosa, excesivamente protagonizada por aquellos que nunca dudan y que se empeñan en convencernos de un bien y un mal sin matices. Una colección de quimeras, para recordar que no ha habido un salto intelectual más formidable y apasionante, en la historia de la humanidad, que aquel viaje desde las cosmogonías hacia los complejos equilibrios de la moral y la política, desde la observación inocente del universo hacia un ser humano como centro de gravedad de las preguntas y respuestas sobre su propia existencia.

Un humilde guiño para estos tiempos tristes. Intentando aprender de los sabios de la antigua Grecia, que nos enseñaron que en tiempos de crisis el discurso político, el espacio cultural, el orden moral, se empobrecen hasta ese estado monosilábico del que hablaba el poeta, mientras que en las eras de esplendor el protagonismo ha de corresponderle a los aventureros del lenguaje, porque la democracia y el poder dependen del pueblo, y a este sólo le queda la palabra, la capacidad de argumentación, el debate, la necesidad de los matices y la importancia crucial de la diferencia.

En nuestro libro El Origen de los tiempos se traza ese recorrido del arte de vivir, del mito al pensamiento, de los dioses y dragones a los hombres y mujeres, de la magia a la razón. Una antigua leyenda para comprender que en la memoria colectiva se agazapa la virtud en forma de belleza, de solidaridad, diversidad y razón. Es impresionante releer en esta obra a Confucio, que advirtió hace cientos de años que aquel hombre que no se preocupe del futuro está condenado a preocuparse del presente. Ahora que llega la navidad, esos días entrañables de livianos balances y legítimos anhelos de mañanas mejores, ofrecemos un libro bello, un clásico recién nacido, una gozosa aventura intelectual y estética, para poner un granito de arena para ese futuro que necesita de un pasado que termine con el presente.


Feliz navidad

Autor: Algón Editores

jueves, 6 de febrero de 2014

EL SUBURBIO DEL ALMA

Si buceamos en los orígenes de la democracia podemos encontrarnos con Clístenes, que vivió hace más de 2.500 años. Un audaz legislador que, enfrentándose a la tiranía y oligarquía de la época, introdujo el gobierno democrático en la vieja Atenas impulsando dos instituciones jurídicas de notable inteligencia, el ostracismo y la isonomía. La primera se refería a ese acto democrático que consistía en los ciudadanos reunidos en asamblea, que escribían sobre una cáscara de huevo, un caparazón de tortuga, una concha de ostra (de ahí le viene el nombre) o un trozo de terracota, el nombre de una persona cuyo destierro se consideraba necesario para el bien público. La isonomía, cuyo recuerdo ha tenido menos fortuna que el ostracismo, se refería al principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley. Un sistema organizado desde la igualdad en la representación política territorial, así como en el sorteo para la designación de los políticos y de los magistrados que impartían justicia, que además tenían que ser escrutados antes de su elección y estaban obligados a dar cuentas tras su mandato.

Muchos siglos después de Clístenes, la democracia aparenta hoy un aspecto más lozano en esa arquitectura kitsch de parlamentos y gobiernos dominada por columnas y frontones de inspiración griega, que en aquellos viejos principios de la persecución del bien común, la igualdad de derechos, la idoneidad y responsabilidad en el ejercicio de la política y en la impartición de justicia. Una arquitectura política que contrasta con aquello que dijo el escritor J.G.Ballard, cuando afirmó que su esperanza para el futuro residía más en los suburbios que en las zonas urbanas, por su vida más intensa, por su condición de frontera con el futuro, por su diversidad de tendencias sociales, por su cultura de “aeropuerto” que representa un mundo nómada que observar. Ese suburbio alejado de la pomposidad monumental de instituciones pobladas por imitaciones de la antigüedad, por enormes relojes que ordenan el tiempo ciudadano, por elevadas escalinatas que las alejan deliberadamente de la calle, y por esos espacios solemnes siempre cerrados y vigilados, radicalmente indiferentes a esos espacios de pensamiento y creación tan abundantes como políticamente irrelevantes que proliferan en las periferias de las grandes ciudades. Ballard señaló que hoy existen más intelectuales en San Francisco que en el Paris de los años 20, pero, como él mismo denunció, las eternas verdades burguesas dejaron sus víctimas en manos de la gente joven, con su alma sembrada de punta a punta con la semilla del consumismo. Por eso nos invitó, cuando viéramos un capuccino o un croissant a la venta, a erigir un pedestal a la libertad tirando un ladrillo a través de la ventana, reaccionando así contra la globalización de la identidad.


Este escritor también escribió que “hoy en día, personas como ustedes pueden existir al menos en esa brecha que se abre entre el mundo del pasado y el mundo que viene. Pero no falta mucho para que esa brecha se cierre”. Aún queda un resquicio para la esperanza, sin tener que llegar a una inútil y violenta cruzada contra el consumo globalizado. Recordemos al viejo Clístenes mientras vemos convertidas sus ideas en una caricatura deformada por trasnochados capiteles y lúgubres togas. Tampoco estaría mal recuperar ese humilde caparazón de ostra con el que defender el bien común. Incluso podríamos recuperar el viejo concepto de isonomía, cuya etimología original significaba precisamente repartición equitativa. Es el poder del suburbio del alma democrática, inspirado en el recuerdo de aquella antigua asamblea de ciudadanos que se respetaban como iguales.

Autor: Algón Editores

jueves, 23 de enero de 2014

POSTALES DESDE EL ESPACIO

De acuerdo con los cálculos de su promotor, un empresario hotelero de la ciudad norteamericana de Las Vegas, en menos de una década su compañía estará en condiciones de ofrecer el alquiler de viviendas e instalaciones de trabajo a cualquier gobierno o empresa del mundo. Una noticia escasamente sorprendente salvo por el singular matiz de que estas se ubicarán en unas estaciones espaciales de su propiedad. Bigelow Aerospace, que así se llama tan original empresa inmobiliaria, pretende construir una estación espacial propia para el año 2015, la Commercial Space Station Skywalker, a la que se podrá viajar pagando unos 7,9 millones de dólares, bastante menos que los 30 que se vienen cobrando a los turistas que visitan la Estación Espacial Internacional. Esta compañía afirma, ufana y sin complejos, que los mayores obstáculos que afronta son políticos y legislativos, no de carácter tecnológico. Si gustan visitar su web, le informarán de esta oportunidad única para pequeños países y empresas que no necesitarán de costosos programas espaciales propios para investigar en condiciones excepcionales. Con solo rellenar un formulario, idéntico al que aparece en miles de portales de venta de lavadoras, camisetas, viajes o entradas para conciertos, le atenderán sin compromiso.
Dentro de pocos años, el espacio estará concurrido de naves y estaciones espaciales privadas, con abnegados ejecutivos, técnicos y científicos, saltando como gráciles bailarinas en el ballet ingrávido que dominará estos sofisticados laboratorios y viviendas. Un mundo inexplorado que ya está ocurriendo mientras por aquí se reduce el acceso a los recursos más elementales asociados al bienestar y el avance del conocimiento. Un nuevo paso que obligará por fin a nuevas instituciones internacionales más eficaces y poderosas que las actuales. Pero, sobre todo, un gran salto para empequeñecer desde la distancia los conflictos, mezquindades y viejas desigualdades que hoy flagelan a la humanidad, gracias a la lejana perspectiva que se asomará a los estrechos ventanales de esos inmuebles inflables que poblarán nuestra mirada cuando la alcemos buscando en la noche las estrellas.
Es difícil, conociendo esta realidad inminente, no recordar la película protagonizada por Matt Damon y Jodie Foster, Elysium, en la que se nos describe un planeta Tierra superpoblado y contaminado, que observa en la distancia un exclusivo hábitat espacial ocupado sólo por ricos magnates. Un mundo dual más cerca del terror que de la ciencia ficción, en el que la medicina, la educación, las viviendas, el ocio o la felicidad, dependen exclusivamente de la renta económica. Un orden injusto y desigual que sin duda a cualquiera le costaría aceptar en los tiempos actuales.
Ojalá que el viaje desde la sociedad agrícola de nuestros abuelos, a través de la salvaje experiencia bélica de nuestros padres y de la banalidad de la generación que hoy gobierna el mundo, hasta el presente y futuro inciertos de nuestros hijos, nos esté conduciendo hoy a un nuevo espacio de oportunidad. Aunque la tecnología va más rápida que la capacidad colectiva para ofrecer un mundo justo, esa posibilidad necesita superar la soberbia institucional y el humilde reconocimiento de que el presente no funciona bien y necesita ser reparado con urgencia. Una ocasión que pide algo tan simple como otra mirada, o como decía uno de los personajes de esta película, dirigiendo sus ojos hacia el maravilloso e inaccesible hábitat espacial, “¿ves lo bonito que parece visto desde aquí?, bueno, ahora mira como nos vemos desde allí”…

Autor: Algón Editores

jueves, 16 de enero de 2014

IRRITACIÓN Y SENSIBILIDAD

Uno de los aspectos más extraños de este siglo es la inexplicable y radical asimetría que enfrenta el conocimiento alcanzado con el poder y sus instituciones. El admirable salto intelectual de la ciencia y el arte en el siglo XX, que desde bien temprano cuestionaron los paradigmas del pasado ofreciendo una nueva visión de la realidad, con teorías como la relatividad o el cubismo, no fue acompañado de una visión más avanzada e inteligente del poder. La sanguinaria locura del nazismo o el estalinismo encogieron las ganas de los experimentos, empujando hacia una expectativa distópica con más presencia que cualquier tentativa moral. Una cartografía del poder dominada por un plano unidimensional, limitado, artificioso, sin ángulos ni aristas, que abusa de los colores postizos y los gruesos trazos diseminados sobre esos mapas políticos que desde hace tiempo tienen más importancia que los humanos y los físicos.

Cómo evitar esta sensación al leer, en la edición de ayer del Financial Times, en una crónica sobre el debate del salario mínimo en Alemania, tanta vesania interesada contra una regulación legal que defiende, en una de las naciones más ricas del planeta, fijar los ingresos básicos que debería recibir un ciudadano por su trabajo, en una controversia que pretende oponer el cálculo de rentabilidad de una minoría frente al bienestar y dignidad de millones de personas. O leer en el último número de la revista Foreign Affairs, el consenso existente entre  los expertos en estrategia de seguridad nacional, norteamericana, que alertan del riesgo derivado de la fragilidad de las estructuras de los Estados de otras naciones.O en otro artículo de esta misma revista, sobre la tendencia imparable de los Estados Unidos a un sistema inspirado en la socialdemocracia europea, gracias al Obamacare que está impulsando políticas públicas y la renuncia a viejas ideas pro-mercado, en una nación con una desigualdad y disparidad de rentas que han alcanzado límites inmorales. Un inesperado transformismo de Alemania y Estados Unidos, rematada en esa frase del citado artículo que sostiene que “el Obamacare es desde muchos puntos de vista el avatar, el arquetipo, del liberalismo moderno”.

Hace unos días, una productora de cine chilena publicó un anuncio en el que pedía voluntarios para actuar de extras en la filmación de la película “Los 33”, basada en la trágica historia de los mineros atrapados en una perdida mina en el desierto de Atacama. Este informaba que “no se necesita inscripción, solo deben llegar el día indicado, tampoco se necesita experiencia previa, solo las ganas de participar y el compromiso con la película ya que se recreará uno de los sucesos más importantes de nuestra historia y que representa el espíritu de la zona…”. Sin duda, una epifanía sustitutiva de la realidad, que reduce la miseria a un falaz espectáculo de héroes de cartón piedra, para nutriente de autoestima y consuelo de las masas de pasivos espectadores en la negrura de una sala de cine.


Tres buenos ejemplos del extraordinario alcance de la teoría política de este siglo XXI. Salario mínimo, salud básica, mistificación de la realidad. Argumentos y controversias desplegados en un perfecto ambiente de penumbra, expuestos en un plano unidimensional, representados con imágenes que aspiran a imitar la realidad, e iluminados por un único haz de luz. Es la victoria del viejo juego del poder sobre el arte y la ciencia, sobre el avance del conocimiento o las lecciones de la historia. Es la vigencia del mito de la caverna. Es la trágica verdad que encierra aquella frase que escribió Bertolt Brecht, no escapa del pasado el que lo olvida”. 

Autor: Algón Editores